Invierno de 1925, y los funcionarios del Banco de Chile de calle San Diego sólo piensan en almorzar, cuando cinco individuos irrumpen violentamente en la sucursal. Uno de ellos, cubierto por un antifaz de cuero y empuñando pistolas en cada mano, exclama con inconfundible acento español “¡Manos arriba! ¡Esto es un asalto!”. El sorprendido cajero supone una broma, pero el tipo del antifaz salta sobre el mostrador y destripa las cajas, haciendo huir al aterrado funcionario. La banda saquea los caudales, corre hacia la calle y aborda un viejo taxi “Hudson” en el que escapan bajo una lluvia de balas. Es el primer asalto bancario y la primera acción de guerrilla urbana en Chile. Esta es su historia…
En 1936 y cuando la guerra civil ensangrentaba a España, uno de cada cuatro de los habitantes de Barcelona acompañaba un lúgubre sepelio. Las masas flanqueaban las calles, miraban por las ventanas, desbordaban las azoteas y hasta los árboles de las
Ramblas para despedir al ídolo de todo un pueble. Esperaban bajo la lluvia en largas hileras y desfilaban ante el ataúd, ocupando la ciudad y bloqueando el camino hacia la tumba. Al caer la noche, la lluvia arreciaba y el cementerio se convirtió en un pantano donde se ahogaban miles de coronas que bloqueaban las alamedas. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante; nadie guiaba, organizaba ni ordenaba a las masas. Es que es un funeral anarquista, el funeral de Buenaventura Durruti, dirigente ácrata, guerrillero urbano, comandante de la guerra civil y autor del primer asalto a un banco en la historia de Chile.
Los azares que trajeron a Chile a Buenaventura Durruti se remontan a septiembre de 1923, cuando un golpe de Estado sacudió a España, instalando en el poder al dictador Primo de Rivera. Producto de la feroz represión desatada por el nuevo gobierno, los grupos anarquistas que entonces operaban en la península fueron lanzados en desbandada, y entre estos exiliados se encontraba Buenaventura Durruti, obrero mecánico de 27 años y fogueado militante libertario.
Junto con otros refugiados escapados a Francia, Durruti organizó un grupo de militantes anarquistas conocido como “Los Solidarios”, quienes intentaron el desbocado e impulsivo proyecto de derrocar al tirano, desatando la rebelión en la ciudad de Barcelona. Pero la policía estaba avisada de antemano y sofocó la intentona en sus orígenes. Al descalabro de la asonada siguieron enfrentamientos, detenciones y fusilamientos al por mayor.
Acosados hasta casi el aniquilamiento, Durruti y “Los Solidarios” dejaron Europa y se embarcaron hacia América Latina en busca de horizontes más promisorios. Llegados a Cuba hacia fines de 1924, iniciaron allí una campaña pública a favor del movimiento revolucionario español, pero muy pronto la policía los consideró peligrosos agitadores y tuvieron que abandonar el país. De ahí, y en un agitado periplo que los llevó por México y Perú, acabaron en Santiago de Chile.
Así fue como en la capital de Chile, los jefes del anarquismo criollo oscilaban entre la angustia y el entusiasmo. Es que en la sede local de la Industrial Workers of the World (IWW) habían aparecido estos cinco compañeros anarquistas españoles que venían huyendo de la persecución desde Europa. Y para mayor ansiedad de nuestros compatriotas, se fue armando la impactante certeza de que estaban ante el célebre grupo de “Los Solidarios”, famosos por su nutrido prontuario de acciones armadas, ajustamientos y asaltos a bancos. Llevando a los dirigentes chilenos al paroxismo de la agitación, estos extranjeros les aseguraron que sacarían el mayor provecho a s u imprevista pasada por el país, prometiendo que si los ayudaban en la logística, les confiarían parte del botín de un asalto inminente.
Así fue como el jueves 16 de julio de 1925, un hombre de mediana estatura y marcado acento español, abordó en la Plaza de Armas el taxi marca “Hudson” de color azul, patente Nº 2525, conducido por el chofer Enrique Barscof.
Según declaraciones posteriores hechas por el mismo Barscof, el pasajero le solicitó que lo llevara a la calle San Diego, deteniéndose frente a las oficinas de la sucursal Matadero del Banco de Chile.
Cerca de la una de la tarde, Durruti y sus cuatro compañeros irrumpieron en la sede bancaria en los momentos que el cajero, un tal Thompson, empaquetaba billetes. Para sorpresa de Thompson, unos de los sujetos, cubierto con un antifaz de cuero, una bufanda gris y cargando una pistola en cada mano, le apuntó al tiempo que ordenaba el clásico: “¡Arriba las manos!”. El despistado cajero pensó que era una broma y no hizo caso, pero al ver que el desconocido saltó el mostrador, pasó sobre la reja, se apoderó de la caja, cayó en la cuenta de su lamentable error de percepción. Yendo de mal en peor, el empleado se atrevió a tocar el timbre de alarma, pero en un acto de caritativa sangre fría, Durruti tan sólo lo amenazó y el desgraciado bancario se zambulló bajo el mostrador.
Y si bien los empleados del banco poco hicieron por defender el patrimonio a su cargo, la resistencia al asalto vino del más inesperado de los orígenes. Es que había un solo cliente en la sucursal, que era un simple obrero que colectaba auxilios para los vapuleados trabajadores del salitre. Este proletario llamado Urbano Villaseca fue el único que opuso resistencia a los anarquistas, repartiendo muy poco revolucionarias bofetadas sobre los militantes libertarios. Estupefactos ante la suicida resistencia,
Durruti y sus hombres se abstuvieron de dispararle, reduciéndolo con la superioridad del número y la amenaza de sus armas. Sin embargo, según declaraciones posteriores, la osada resistencia de este sujeto impidió que la banda se apoderara de la bóveda o la caja más importante, atinando a llevarse sólo el dinero de las cajas más cercanas.
Recogido el botín y teniendo siempre las armas en alto, salieron a la calle y se lanzaron sobre el “Hudson” del espantado taxista que esperaba, ignorante de la clase de pasajeros que había recogido. Según consta en declaraciones del infortunado chofer, fueron los cinco anarquistas los que subieron al coche y le ordenaron que se dirigiera al centro. Y recién ahí vino a enterarse del forro en que se había metido, cuando uno de los ácratas le colocó una pistola en las costillas para que arrancara. Pero como ya se había accionado el timbre de alarma del Banco, los empleados comenzaron a salir a la calle y a perseguir a los asaltantes, al tiempo que gritaban por auxilio para alertar a los policías que rondaban en el sector. Entre estos perseguidores hubo dos audaces, el segundo cajero Domingo Pérez y el cajero Alfredo Muñoz, que saltaron sobre el parachoques trasero del taxi y se afirmaron con uñas y dientes de la rueda de repuestos. Ahí el “Hudson” arrancó como una exhalación, devorando el pavimento por calle San Diego.
Entretanto, un policía de la Cuarta Comisaría de nombre Manuel Mella, alertado por los llamados de auxilio de los empleados, desmontó de su caballo y detuvo un taxi, iniciando veloz persecución en compañía de otro de los empleados del Banco.
Pero al tiempo que el “Hudson” de los anarquistas llegaba a la esquina de San Diego con Concepción, advirtieron la presencia de los empleados encaramados en el auto y del taxi con la policía que los venía siguiendo. Fue entonces que por primera vez abrieron fuego. En la nutrida balacera, Pérez recibió un disparo en una mano, perdiendo apoyo y cayendo al pavimento. Muñoz fue herido en una rodilla y otro balazo le dio en el cráneo, rodando por los suelos.
A esas alturas, el único peligro para los anarquistas era el taxi con la policía Mella a bordo. Pero el chofer de este último, menos arrojado que el chofer de los anarquistas, viendo que el “Hudson” iba regando balas hacia los perseguidores, no creyó muy buen negocio seguir la carrera y se fue quedando atrás hasta detenerse. El “Hudson” azul cargado de anarquistas y con un saco colmado de cincuenta mil pesos de la época, dobló por Avenida Matta y se perdió en dirección al oriente…
Durruti burla el cerco policial
En la tarde del 16 de julio de 1925, las inmediaciones de la sucursal del Banco de Chile de Avenida San Diego pululaban de policías, comisarios, prefectos y jueces. Es que acababa de ocurrir el primer asalto bancario de nuestra historia, y las autoridades revisaban entre perplejos y aturdidos el “sitio del suceso” encontrando como única pista el antifaz de cuero utilizado por el jefe de la banda.
Impotentes ante la escasez de evidencias, casi colapsaron de la impresión cuando vieron llegar un automóvil Hudson rociado de balazos; era el vehículo del asalto.
Rodeado el chofer por una multitud de nerviosos policías, el angustiado sujeto exclamó que era un simple taxista, que los asaltantes lo habían obligado a llevarlos a punta de pistola y que venía a reclamar por los disparos que habían dejado su coche como colador, y que, más aún, los hampones ni siquiera le habían pagado la carrera, por lo que exigía reparaciones de la autoridad.
Interrogado el taxista –de apellido Barscof- resultó que le encontraron una serie de billetes con la misma denominación de los robados, y, además, se descubrió que había hecho un importante depósito bancario ese mismo día. La acusación fue inmediata: no era un simple chofer, era parte de la banda y trataba de pasar por víctima inocente.
Detenido e incomunicado, arriesgaba las penas del infierno ante una autoridad presionada y confusa. Tras varios días de calabozo y ablandamiento, Barscof cedió. Él no era parte de la banda, sino que un simple taxista, y la explicación de los billetes del asalto era que los asaltantes sí le habían pagado la carrera, y generosamente. La confusión de la policía se hizo mayúscula. ¿Qué clase de bandidos paga la huida en generosa propina? Se pensó en bandas internacionales, en fugados de la Patagonia, en aristócratas aburridos o en bandoleros italianos. Nunca supieron que se trataba de un comando anarquista español que destinaba cada peso a la causa revolucionaria, llamados por eso como “Los Solidarios”.
Tras el asalto al Banco de Chile de calle San Diego, la prensa publicó un festín de elucubraciones. Se habló de una nueva etapa en la criminología del país, de la penetración de elementos extranjeros y de siniestros cómplices nacionales.
Y para dar un nombre golpeador y seguir con la taquilla, los diarios bautizaron a la esquiva banda con el nombre de “Los Apaches”, en alusión al nombre con que la prensa francesa motejaba a los criminales de París, y que venía de un tango linyera del uruguayo Arostegui intitulado “El Apache Argentino”.
Y para mayor revuelo de la opinión, la investigación encabezada por el juez Soro Barriga vino a discurrir que el fin de semana anterior, más específicamente el domingo 12 de julio, una banda había intentado asaltar la recaudación de las boleterías del Club Hípico, donde habían sido repelidos a balazos por los funcionarios del recinto. Ahí recordaron que los bandoleros eran muy similares a los del asalto al Banco de Chile, sobre todo el hombre de acento extranjero y antifaz de cuero que había encabezado la operación. El efecto fue tremendo. La pandilla asaltaba sin descanso y no existía indicio alguno para detenerlos. Los Apaches parecían imparables.
Cebados por la angurria noticiosa del público y en vista de la nula efectividad del juez, la prensa fue evacuando periódicas y estremecedoras crónicas sobre “Los Apaches”.
Se habló de un cómplice chileno que habría sido especialmente llevado por los asaltantes al robo del banco, todo en previsión de alguna lucha cuerpo a cuerpo. Este compinche gastaba recia estatura, cuerpo de atleta y nariz aplastada, configurando el clásico retrato del boxeador. Y para extremar la mitología, se dijo que aquel sujeto llevaba siempre un guante en la mano derecha, y que al escapar del asalto se la habría descubierto, revelando una enorme cicatriz producto de algún combate, pasando a llamarse “El Hombre de la mano enguantada”.
La policía cercó el barrio de San Diego y Avenida Matta en busca de la pandilla, pero las pesquisas resultaron estériles. No encontraron al misterioso hombre del antifaz de cuero ni menos al fantástico “hombre de la mano enguantada”. Se dijo, entonces, que la banda contaba con cómplices mujeres y que una de ellas había actuado de “loro” en el asalto al Club Hípico. Se creyó ver a una de ellas devotas féminas en el barrio San Diego, la cual, de aspecto italiano y arrebatadora belleza, habría avisado tarde en la noche en un bar del sector a “Los Apaches” de la cercanía de la policía, manifestado nerviosa que “el signore comisario está cerca”.
La sensación de impune audacia que rodeaba a “Los Apaches” se vino a confirmar por la espectacular noticia lanzada en una edición del diario “Los Tiempos” donde afirmaba que en una tienda de la Alameda había ocurrido un episodio novelesco. Durante aquella frenética semana, un auto se detuvo ante la tienda mencionada y un sujeto de aspecto extranjero, de “buena fisonomía y simpática figura”, tras dar una mirada hacia los lados, se apuró hacia el mostrador del negocio. El propietario, en vista de su buena presencia y modales excelentes, adivinó a un jugoso y potencial comprador y lo atendió personalmente.
El desconocido pidió calzado, y ante la sorpresa del comerciante, escogió unos toscos bototos que no encajaban con la elegante figura. Adivinando la perplejidad del dependiente, el hombre argumentó que los necesitaba para el barro de fuera de la ciudad y pidió que se los dieran en el acto. Esto llamó la atención del propietario y observó que le convenía probárselos, pero el visitante insistió en que se los llevaría sin probarlos y rogó que se los empaquetaran rápidamente.
Mientras se los envolvían, el cliente sacó de su cartera un billete de cien pesos chilenos de aquella época –los de mayor denominación en aquel entonces y una verdadera fortuna- con el cual pagó la compra. Como la tienda no tenía vuelto, el vendedor llamó a un empleado para cambiarlo. Al ver la operación, el comprador se agitó nervioso y preguntó dónde harían el cambio, y cuando le respondieron que sería efectuado en un banco, dijo que no era necesario y que volvería más tarde, pues, según él, iba apurado. El comerciante insistió, pero el cliente se excusó y salió rápidamente, subiendo a un auto que lo esperaba afuera del negocio. El distinguido cliente nunca regresó por el vuelto, así que el propietario volvió a la sucursal bancaria y ahí supo la verdad. El billete era nuevo y resultó ser de la misma serie de los robados en el Banco de Chile. Había atendido a uno de “Los Apaches”.
Así corrió la semana hasta que el domingo 19 de julio la prensa estalló en dramáticos titulares: “Cajero de Ferrocarriles asaltado por “Los Apaches””; la banda había dado un nuevo golpe. En esta ocasión, la víctima había sido el cajero jefe de la Compañía de Ferrocarriles: Alfonso Infante, quien, según el Diario La Nación, había sido asaltado por tres individuos y a corta distancia de un retén de carabineros, todo con el único propósito de arrebatarle las llaves de las cajas de fondos de la institución y así desvalijarlas. El funcionario iba acompañado de un amigo de apellido Bascuñán, y cuando transitaban por el sector de Seminario con Rancagua, en la comuna de Providencia, fue abordado de forma audaz y rápida por los asaltantes. Según el Diario, “Los Apaches” los habían reducido “con hábiles golpes de jūjutsu” para luego escapar.
El señor Infante aclaró que habían sido acorralados a mitad de cuadra por estos sujetos, de quienes no había sospechado, pues “iban decentemente vestidos” y que los bandidos les revisaron los bolsillos, sin extraer dinero ni documentos, exclamando finalmente “¡No lleva las llaves!”. Ahí, el funcionario cayó en la cuenta de que estaban detrás de las cajas de ferrocarriles, en vista de aquella amenaza habría “abofeteado a uno de los atrevidos, perdiendo el equilibrio y cayendo en el barro”. Fuera real o imaginaria la curiosa bofeteada que hace terminar embarrado, el caso es que “Los Apaches” se fueron sin botín alguno, el atacado dio aviso a carabineros y éstos reforzaron la guardia de la Estación Alameda, conjurando cualquier asalto.
Tras aquel intento, “Los Apaches” se desvanecieron como por encanto. Todas las pesquisas, redadas y las delaciones de la Sección de Seguridad de la policía, resultaron infructuosos. Es que en vista del último fracaso, y sobre todo, por la débil organización que tenía en Chile el movimiento ácrata, Durruti, Ascaso, Jover y los otros integrantes del grupo anarquista “Los Solidarios”, decidieron probar suerte en Argentina. Así, a principios de agosto se trasladaron a Los Andes y desde allí tomaron el ferrocarril trasandino como pasajeros comunes y corrientes, burlando la vigilancia policial y cruzando la frontera.
Una vez en Buenos Aires, el grupo quiso realizar un intento más prolongado que el de Chile, pero tras un asalto al Banco de San Martín, y cuando viajaban en un tranvía, notaron que iban sentados bajo su propia orden de captura. Era el momento de abandonar Sudamérica y volver a Europa. Cruzaron entonces a Montevideo y allí compraron billetes de primera clase, algo que se explicará después, y así cruzaron el cerco cada vez más estrecho.
Pero en vista de la falta de modales de Durruti, quien no toleraba que los garzones y meseros lo trataran con servilismo, decidieron hacerse pasar por futbolistas. Desde entonces toleraron las asperezas de Durruti y al llegar a Europa, los de tercera clase fueron controlados estrictamente por la policía, mientras que en la primera tomaron sus pasaportes, les pusieron sello y dijeron “¡Pase señor!”. Así acabó la aventura latinoamericana de Durruti y Los Solidarios.
Diez años más tarde, en plena Guerra Civil Española, en los procesos revolucionarios que allí acontecían y cuando Madrid era cercada por las tropas de Francisco Franco, Durruti y su columna corrieron en defensa de la capital amenazada. Aproximadamente a la una de la tarde del 19 de noviembre de 1936, José Buenaventura Durruti Dumange, en la calle Isaac Peral, menos de dos horas después de haber sido entrevistado en la calle en Madrid para el noticiario filmado del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), es herido en el pecho por una bala de extraña procedencia; en grave estado, es llevado al Hotel Ritz, sede del hospital de las milicias catalanas, donde muere al día siguiente a las cuatro de la mañana. Tras su muerte, en su equipaje se encontraron los siguientes artículos: ropa interior para una muda, dos pistolas, unos prismáticos y anteojos de sol. Este era todo el inventario, nada más. Con sus libros, panfletos y todo material escrito, Durruti tenía la costumbre de donarlos a bibliotecas. A su funeral asistieron, aproximadamente, 500.000 personas.
Tras la derrota de la revolución por parte del franquismo, la tumba de Durruti fue saqueada por las tropas y su cadáver fue hecho desaparecer para siempre, pero eso no importa.
VIVA LA ANARQUIA….
Fuente y autor del texto?
Lo encontramos en el sitio de Corriente Revolución Anarquista (CRA), en la sección de «Documentos».
El autor es citado como «Anónimo», pero al parecer esto es un artículo publicado en el semanario chileno The Clinic hace ya un buen par de años.